De chico siempre me sorprendieron los payasos.
Nunca supe
porqué, pero el payaso no es un hombre común…El hombre se transforma en payaso,
y nunca vuelve a ser un hombre común. Como pocos creen el payaso es vida, nunca
tristeza.
Y aquí va
mi historia.
Caminaba
lejos del centro de la ciudad, por motivos personales afines a la actividad
normal de cualquier humano, y de golpe, en una gran plazoleta, vi una carpa
inmensa. ¡Un circo!, me dije…. ¿porqué
no entrar? Tenía tiempo y allí fui…
Por dentro
la espectacularidad de los circos: ruidos, música, colores, y ese olor particular
que de chico me ilusionaba, me volvieron
a la memoria.
Estaba por
comenzar la función, pensé -ojala sea un circo, “circo”. No de esos nuevos que
rebalsan de gente saltando y bailando, ¡y lo hacen muy bien!, pero que no es un
circo-
El circo
era esto: magos, equilibristas, animales, domadores, y, por supuesto, lo que todavía me
potencia alegría, ¡los payasos!
Todo era
como yo lo pensaba. Indudablemente en un día sin clases escolares, porque
estaba lleno de chicos, que, a cada cosa que observaban, aplaudían a rabiar participando de cada
minuto de acción.
De pronto
salieron ellos… ¡los payasos! El
estruendo, producido por los gritos, risas y aplausos, se multiplicó; sus trajes
deformes, sus sombreros grandes y por supuesto, su nariz redonda y colorada.
Me sentí
bien, miré a mi alrededor, para ver si alguien me observaba, porque, sin darme
cuenta, yo también aplaudía; pero no, todos estaban atentos a las piruetas de
esos amigos de cada uno de los niños que
estaban allí, y porqué no, míos también.
La alegría
era desbordante, a cada salto, seguía una carcajada. De pronto sonó una trompeta… una luz del escenario
enfocó una punta del telón y apareció
un domador
con un enorme león joven, que dejo en silencio a todo ese público que no pasaba
del metro y treinta del piso.
El león,
obviamente amaestrado, subía y bajaba de los pilotes, tal le indicaba su maestro,
pero sin dejar de mirar, nervioso, el ruido del público que aplaudía
respetuoso, ante la majestuosidad del felino. De pronto uno de los payasos, de
nombre igual a todos los payasos: “Firulete”, se acercó a realizar, lo qué,
supuestamente, ya estaba largamente ensayado: subir a lomos del león… Un silencio frío corrió por todos los rincones,
el buen león, (sin culpa, por supuesto) no soportó la afrenta…sacudió su cabeza
y arrojo a Firulete unos cinco metros hacia atrás, y, ya furioso, se preparó
para arremeter contra el golpeado payaso.
Inútiles
fueron los esfuerzos del domador y sus acompañantes para sostener
a la fiera.
El león se acercó rugiendo, cuando, de repente, al unísono, toda esa gente
menuda gritó -¡NOO!, ¡A FIRULETE NOOO!-
Fue todo caos. Se corto la luz, quizás en un intento de ocultar el
previsible desenlace, pero aún así, e iluminando con sus celulares, todos vieron
al león sobre un Firulete inmóvil.
De pronto,
una lluvia intensa de gotas lagrimosas, cayó sobre el león. Curiosamente, estas
gotas no venían desde arriba,…saltaban por millones desde los pequeños ojos que
sufrían por Firulete. Un total silencio se instaló en la
carpa…de golpe se hizo la luz, y ,para sorpresa de todos, se vio al león, con
su cabeza apoyada en las piernas del payaso, y este, sentado sobre el suelo,
le recitaba unos versos que, según luego me contaron, pertenecieran al poéta Miguel de
Unamuno.
Señor
agranda la puerta,
porque no
puedo pasar,
la hiciste
para los niños,
yo he
crecido, a mi pesar.
si no me
agrandas la puerta
achícame
por favor.
quiero
volver a ser niño,
donde vivir
es soñar
Héctor Julián